viernes, 16 de octubre de 2009

MÁS DÉBIL, MÁS BAJO, MÁS LENTO



David Llorens

Solemos pensar que la raza humana es una especie en constante evolución y que actualmente somos más rápidos, más fuertes y más resistentes de lo que jamás fueron nuestros antepasados. Sin embargo, los máximos exponentes de nuestras capacidades físicas no aguantan la comparación con épocas anteriores, según un detallado estudio elaborado por el antropólogo australiano Peter McAllister. Pese a sus registros estratosféricos, el jamaicano Usain Bolt no es el ser humano más rápido que jamás haya pisado la Tierra. Los 2,45 metros de Javier Sotomayor en altura no le convierten en el mejor saltador de la historia. Y Haile Gebreselassie, plusmarquista mundial de maratón, no es ningún referente en las largas distancias.
El título del libro de McAllister, de reciente lanzamiento, no deja lugar a segundas lecturas: 'Mantropología: la ciencia del inadecuado macho moderno'. Sus conclusiones, basadas en el estudio detallado de restos fósiles humanos, de huellas conservadas en lo que hoy es roca sólida y de evidencias históricas palmarias, son devastadoras: el hombre actual, pese a haber ganado en estatura respecto a épocas pasadas, es el más enclenque y escuchimizado de todos los tiempos.

La velocidad
Bolt, cronómetro en mano, es capaz de alcanzar una veocidad punta de 45 kms/hora y una media de 37 kms/h. El antropólogo, establecido en la universidad inglesa de Cambridge, ha analizado las huellas, hoy fosilizadas en el lecho de un río, de un grupo de cazadores aborígenes que vivieron en Australia hace unos 20.000 años. Según se desprende de la profundidad y separación de las mismas y del tipo de suelo, originalmente la orilla fangosa de un lago, aquellos hombres corrían a 37 kms/h. McAllister considera que, con la tecnología actual –piso de tartán y zapatillas de clavos–, aquellos aborígenes superarían holgadamente los 45 kms/hora. Es más: nada le hace creer que aquellos cazadores perseguían fueran al máximo de sus posibilidades.

La altura
Ni siquiera hay que remontarse a los fósiles para desmitificar los legendarios 2,45 m. de Sotomayor. McAllister asegura en su libro que los hombres de algunas tribus del centro y este de África saltan más en sus ritos de iniciación, y remite a unas fotografías tomadas por un antropólogo alemán de unos jóvenes tutsi de Ruanda a principios del siglo XX en las que se aprecia cómo saltan 2,52 metros. No lo hacía sólo uno; lo hacían todos porque era una manera de demostrar su hombría en un rito crucial en el que dejaban de ser niños para convertirse en hombres. Todos ellos llevaban saltando desde la infancia, conscientes de que debían superar esta prueba en su adolescencia tardía.

La fuerza
McAllister vuelve a remontarnos a la Prehistoria para demostrar que los forzudos actuales no resistirían en pie ante rivales de otros tiempos. Y en el libro enfrenta al hombre más fuerte de la actualidad con... una mujer. Una Neanderthal fémina tenía un 10% más de masa muscular que un varón actual. Si a eso añadimos que tenía un antebrazo más corto y fornido, habría vencido sin problemas a cualquier luchador de nuestra época en términos de fuerza bruta.
En el libro hay más ejemplos, todos vergonzantes para nuestra orgullo contemporáneo. Cuando estaban en campaña, las legiones romanas cubrían en cada jornada unos 60 kms. –el equivalente a una maratón y media– cargados con más de la mitad de su peso corporal en equipamiento, los remeros de las naves griegas batían palas mucho más incómodas y pesadas que las del mejor remero actual y los aborígenes australianos volvían a dejar patentes sus capacidades atléticas enviando lanzas de madera dura a más de 110 metros de distancia (Jan Zelezny, plusmarquista mundial de jabalina, llegó a un máximo de 98,48 m.).
¿Por qué este declive físico? La conclusión de McAllister es obvia: el sedentarismo y la buena vida. Antes ser robusto, rápido y ágil era fundamental para la supervivencia; quien no lo era, no cazaba y se moría de hambre. Cuando el hombre se convirtió en agricultor primero y, sobre todo, tras el bienestar que comportó la revolución industrial, otras capacidades sustituyeron al físico como prioridades, haciendo que se perdiera masa y fibras musculares de manera acelerada.

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